Rosa Parks viajaba en el autobús público de regreso a casa, era una tarde cualquiera…
Aquel día en especial estaba cansada; apenas subió se sentó en un asiento vacío. De repente, el conductor le pidió que cediera su asiento a un joven de tez blanca que acababa de abordar el camión.
Ella se negó.
Hubo un problema. Era el 1 de diciembre de 1955; el lugar: Montgomery, Alabama; y Rosa era negra.

Las leyes de segregación racial estaban en su apogeo. Debido a ello, este acto de integridad le costó a Rosa una noche en la cárcel y 14 dólares menos en su bolsillo.
El caso trascendió; un joven e inspirado pastor bautista tomó este emblemático hecho como bandera. Su nombre: Martin Luther King. El “Movimiento por los Derechos Civiles” había comenzado.

Sabemos que Rosa se negó a pararse, no porque sus pies estuvieran cansados. Estaba cansada su alma. Fatigada de actuar en el “mundo externo” de una manera que contradecía su verdad interior.
Con el tiempo, solemos admirar estos actos de autenticidad e integridad como hechos “heroicos”.
Y ciertamente algo tiene de heroico no seguir -incluso desafiar- los convencionalismos y la inercia social.
Desde muy pequeños recibimos el mensaje de que no es seguro salir al mundo y mostrarnos tal y como somos. Primero en casa, luego en la escuela y en el entrono social la advertencia se nos refuerza:

Es peligroso mostrar tu verdad.

Y no faltan las experiencias que nos confirman que vivimos en un mundo que se muestra hostil con lo “diferente”.
Por eso, secretamente admiramos a las personas que tienen el valor de expresarse auténticamente, desde su interior, como Rosa Parks.