14 de Mayo de 2013

A los seres humanos no nos gustan las diferencias.
Aprendemos a negar, odiar y erradicar o, a exagerar y  glorificar la diferencia. Somos expertos en muchas formas no productivas de intentar cambiar, componer, corregir, etc., a la persona que no está haciendo o viendo las cosas a nuestra manera.
Pero nos guste o no, inevitablemente las diferencias van a emerger en cualquier relación de intimidad… ¡y gracias a Dios que así sea!
¿Qué podría ser más aburrido que compartir nuestra vida con alguien exactamente como nosotros? Si la relación con tu pareja fuera con alguien idéntico a ti mismo, tu crecimiento como persona estaría seriamente comprometido.
Las diferencias no sólo son causa de conflicto y división. También nos informan, nos enriquecen y son quizá la principal forma en que llegamos a aprender.
Sin embrago, en las etapas tempranas de una relación, es común que tiendas a sobrellevar, excusar, o diluir tus diferencias. Es la fase de Eros, la etapa dorada del romance, en donde es fácil confundir cercanía e intimidad con igualdad, con ser lo mismo.
Cuando estás muy enfocado en que tu relación funcione, con facilidad comienzas a disimular las diferencias, no quieres verlas a los ojos, y vas a evitar tener la pelea justa cuando ésta es necesaria. Intentas avanzar en tu relación como si estuvieras en una bicicleta de dos asientos, que sufriría un accidente irreparable si no hay un perfecto acuerdo entre los pilotos.
Con tu pareja habrá diferencias que son fácilmente conciliables: preferencias en los alimentos, aspectos del vestir, algún pasatiempo.
Pero cuando llegamos al terreno de la sexualidad, es común que las diferencias se vuelvan particularmente dolorosas.
¿Qué pasa si tu pareja quiere más o menos sexo que tú?
¿Qué pasa si consideras que carece de imaginación erótica?
¿Cómo dialogo si me propone algo que considero desagradable?

 

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